miércoles, 26 de octubre de 2011

Fruslerías.


Hoy es día de fruslerías. Puedo prometer, sin temor a equivocarme, que soy mujer. Escribo aquí, me llamo Elena, y soy mujer. Pero no puedo resistir los perfumes, su olor. Ese olor que penetra en las pituitarias hasta el más allá, trepanando el cerebro y mareando los sentidos hasta que ellos mismos no saben quién son y para qué sirven. Entrar en un ascensor con una mujer que lleve perfume es una auténtica tortura. Intento contener la respiración y, si he de subir hasta un piso 23 o similar, dejo de respirar por la nariz para hacerlo por la boca. Salgo del ascensor con gesto evidente de alivio. Empiezo a moverme de un lado a otro con la vana esperanza de eliminar el olor de mi aura, de mi ropa. Podría hasta soltar humo por la nariz cual dragón en celo, pero eso ya no queda elegante.
Odio los perfumes con pasión, pero me encanta el olor de la lavanda. Me recuerda inmediatamente mi niñez, cuando observaba con una sonrisa cómo mi abuela colocaba los armarios y dejaba un saquito de lavanda en cada estante. Descubrí un buen día que era capaz de resistir la colonia de lavanda a granel, en cantidades razonables. Hasta que topé con el aceite esencial de lavanda. Dos gotitas a cada lado del cuello y arreglado el asunto. Sin colonias, sin aditivos. En la actualidad, salgo de casa por las mañanas con claro semblante de mujer dopada. Ese olor tan maravilloso... Lavanda... Violeta... La positividad... Espiritualidad... La cercanía de los que se fueron...

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