Acercarte a alguien y que te reciba bien, con alegría palpable, que te abra los brazos y sonría de oreja a oreja es mágico. Suelen hacer este recibimiento con mucha naturalidad los niños pequeños. Con la edad perdemos la capacidad de fascinarnos ante lo diminuto.
Llamar por teléfono y que quien descuelgue conteste con un ademán de ilusión no tiene nada que ver con una conversación seca y escueta. El día y la noche.
Ganarse a una persona con cariño es simple pero dificilísimo, porque nuestro cofre de ademanes agradables suele estar bajo mínimos. Y para qué dar margaritas a los cerdos...
Pedir perdón a quién se daña se toma a menudo como un acto de humillación de tal calibre que el sujeto confía en no tener que volver a repetirlo en muchos años. Del arrepentimiento previo a ello ni hablamos. Oscar Wilde decía que es necesario arrepentirse para comprender lo que se ha hecho, es el modo de alterar el pasado. Y miro a mi alrededor y compruebo cuán pocos alteran su pasado.
En suma, todo lo que sea dar a los demás es complicadito, muy complicadito, desinteresado y demasiado servicial para los tiempos que corren pero... os cuento un secreto... ¡SE HACE MAGIA!
(Este post queda oficialmente dedicado a mi gasolinero, tan guapo, con esa picadura de avispa en la nariz...)
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