lunes, 26 de septiembre de 2011

Llegar allí.

Siempre soñaba con llegar a un lugar en que todo se desatara. Un cordel de sentimientos, recuerdos, sonrisas, alguna lágrima. Un sitio repleto de sensaciones. Ese paraje en que, de una sóla mirada, la mente es capaz de recopilar con exactitud un sinfín de vivencias, valores, anécdotas pequeñas y grandes que conforman el carácter y crean a las personas. Donde todo está recogido en un ramillete: las enseñanzas de un padre, la educación de una madre, la alegría de los abuelos, la familia en tropel aparentemente revuelta pero en una armonía insólita. El jolgorio y los momentos de llorar. Las horas de convivencia alrededor de una mesa redonda. Un torneo de mus. Una carrera. El escondite inglés.
Imaginaba siempre que sería un sitio inmenso, bonito, muy bonito. Cuando las personas que lo conforman son afines a uno, los sitios siempre son preciosos.
Allí donde la vista recorre un césped infinito que no termina ni en el horizonte, y el viento va susurrando a trompicones, zigzagueando entre álamos, olmos, encinas, robles, pinos, negrillos... La casa de piedra, de ventanales sobrios y vigas de madera estrepitosamente elegantes. Y todo increiblemente cuidado, con un orden adaptado a las idas y venidas propias de grandes familias. Allá donde caben todos y se amontonan formando un núcleo homogéneo.
Puedo ver con claridad, desde una de las ventanas del salón, a los pies, como honrando, una laguna enorme, de un color indefinido entre el verde y el negro. Su cauce caprichoso ha dejado en medio una isleta en donde habita un imponente sauce llorón. Los sauces tiene algo de magia, sonríen y lloran de alegría. Son aparatosos y, al mismo tiempo, discretos. En mi sueño, sus ramas ya rozan el agua y dan a la laguna un aspecto de señorío inmenso.
Toda mi vida quise poder ir a un lugar así.

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