Imaginaba siempre que sería un sitio inmenso, bonito, muy bonito. Cuando las personas que lo conforman son afines a uno, los sitios siempre son preciosos.
Allí donde la vista recorre un césped infinito que no termina ni en el horizonte, y el viento va susurrando a trompicones, zigzagueando entre álamos, olmos, encinas, robles, pinos, negrillos... La casa de piedra, de ventanales sobrios y vigas de madera estrepitosamente elegantes. Y todo increiblemente cuidado, con un orden adaptado a las idas y venidas propias de grandes familias. Allá donde caben todos y se amontonan formando un núcleo homogéneo.
Puedo ver con claridad, desde una de las ventanas del salón, a los pies, como honrando, una laguna enorme, de un color indefinido entre el verde y el negro. Su cauce caprichoso ha dejado en medio una isleta en donde habita un imponente sauce llorón. Los sauces tiene algo de magia, sonríen y lloran de alegría. Son aparatosos y, al mismo tiempo, discretos. En mi sueño, sus ramas ya rozan el agua y dan a la laguna un aspecto de señorío inmenso.
Toda mi vida quise poder ir a un lugar así.
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